EL CURA Y EL ALBAÑIL
Se trataba de un cura que vivía en una casa dentro de un pueblo. Y cerca estaba la casa de un albañil que tenía que salir a trabajar fuera frecuentemente, como los albañiles de Aramendía, que van a trabajar a Ollogoyen y a otros pueblos y están días o semanas que no duermen en casa. Y, bueno, el albañil debió de tardar mucho y el cura, aprovechándose de su ausencia, empezó a ir con la mujer del albañil, porque, como al cura le hacía la limpieza algunas veces esa mujer, tomaron confianza y debió de pasar algo más. Y algún cotilla del pueblo avisó al albañil:
–Parece que entra mucho el cura en tu casa.
–¿Que entra? ¿Qué se le ha perdido a ése en mi casa? –dijo enfadado el albañil.
Por si acaso, el albañil decidió quedarse en casa y vigilar.
–Bueno, pues toda esta semana tengo que estar en casa –se dijo.
Pero ella, su mujer, no avisaba al cura ni nada, sino que le ponía en la ventana un trapito colgado con el que le indicaba cuándo podía ir. Esa semana no se lo puso y el cura no iba. Y el albañil, como tenía algunas tierras de regadío, el domingo ya dijo:
–Pues ahora por la mañana voy a regar un poco.
Pero, antes de marcharse a regar, el albañil había puesto un poco pez a su mujer en la tripa por si le engañaba. Salió, pues, al campo y le dijo que re- gresaría más tarde. Poco después se levantó el cura para ir a misa, pero antes de la misa vio que la mujer del albañil había puesto el trapico y exclamó lascivamente:
–Voy a casa de ella.
Y el sacristán, que era un sastre que tenía unas largas barbas, bandeó las campanas para llamar a misa. Fue la gente del pueblo a la iglesia, pero el cura no iba. Tocó a entrar por última vez y, como el cura no aparecía, se imaginó que estaba ahí, con la mujer del albañil. Mientras llamaban a misa, el cura y la mujer habían empezado a hacer el amor y, como ella tenía pez en la barriga, se habían quedado pegados, por lo que no podía ir a misa. Y tanto tardaba en entrar a misa, que la gente le decía al sacristán:
–¡Ahí va! Y el cura, ¿dónde estará?
El sacristán, como sospechaba dónde estaba, les dijo:
–Estará en casa del albañil.
Fueron todos inmediatamente a esa casa y, al estar pegados y desnudos en el dormitorio, el cura le mandó al sacristán que subiera. Subió y el cura, avergonzado, se excusaba:
–Nos ha dado una mala tentación y, ahora, ¿cómo nos despegaremos? La pez los había pegado tan fuerte que despegarlos era difícil. Y el sacristán, con una vela, les pasaba cerca para reblandecer la pez y que se pudieran soltar. Y, como estaban tan pegados, el sacristán, inclinándose a la altura de la barriga de los otros dos, se arrimó tanto que se le pegaron las barbas. Así que quedaron los tres pegados y ninguno en misa. Al poco rato, volvió de regar el albañil y vio a los tres en esa postura.
–¡Ahí va! Aquí el cura jodiendo y el sacristan oliendo –dijo humorísticamente el albañil.
El sacristán, al ver que la situación se complicaba, como era sastre, cogió las tijeras, se cortó las barbas y se marchó corriendo a misa. Pero al cura, que no pudo soltarse, le metió una paliza buena el albañil.