EL HERRERO Y EL DIABLO
Era un hombre, un herrero, que era muy pobre. No podía comer y ven- dió el alma al diablo. A cambio, le pidió que le concediera tres favores. El pri-
mero de ellos era que todo el que se sentara en una silla que tenía, no se pu- diera levantar.
–Esta silla –precisó el herrero indicándola.
El segundo, que todo el que se subiera en un peral que tenía él en la huer- ta, no se pudiera bajar hasta que él se lo permitiera. Y, por último, pidió que hechizara un zacuto que tenía, para que todo el que metiera las manos en él, no las pudiera sacar hasta que él se lo dijera. Así se lo concedió y le dio un plazo de siete años.
A los siete años, vino el demonio a por el alma del herrero y le ordenó au- toritariamente:
–Bueno, herrero, ya se te ha cumplido el tiempo; vamos para allá.
–Hombre, hombre, tanta prisa. Siéntate un poco aquí a almorzar algo.
Siéntate tú en esa silla –le engañó con astucia el herrero.
Se sentó en la silla y quedó quieto allí, sin poder levantarse. El herrero, mientras, se fue a la fragua a hacer herramientas y no regresaba. Pero el de- monio, por mucho que movía el cuerpo para incorporarse, no lo lograba. Re- gresó al rato el herrero y preguntó irónicamente al demonio:
–¿Aquí estás tú todavía?
–¡Si no me puedo levantar! –se quejaba el demonio.
–¡Cómo que no! Pegadle a éste una paliza y que se vaya al infierno, por- que, si no, me quiere llevar a mí –ordenó el herrero a unos cuantos del pue- blo que estaban cerca.
Le pegaron una paliza terrible y se fue dolorido al infierno. Lo recibieron otros demonios que le preguntaron por el herrero.
–¿Pero ir otra vez a por el herrero? Yo no voy más a por él. Allí me ha sen- tado en una silla hechizada de la que no podía levantarme, me han pegado una paliza terrible durante todo el tiempo que han querido y, al final, me han mandado para aquí. Yo no voy más –se quejó amargamente el demonio que había ido.
–Pues, no; hay que ir –dijo el superior de los demonios.
Con lo que, otro día, ese demonio más poderoso mandó a otro para que intentara traer al herrero.
–Hola, herrero, que se te ha cumplido el tiempo ya, ¿eh? Y me han man- dado que vayamos para allá abajo –le dijo el segundo demonio.
–Pues vamos. Hala, vamos. Oye, ¿pero no vamos a coger nada para co- mer por el camino? Mira, súbete a ese peral y vas a coger unas peras para re- frescarnos –le engañó el herrero.
Se subió ingenuo el demonio al peral y quieto, quieto allí. Y no se podía bajar del peral.
–Oye, herrero, que ya he cogido bastantes –gritó desde arriba el segundo demonio, mientras comenzaba a desconfiar.
–No hay prisa, tranquilo. No hay prisa –le respondía una y otra vez el he- rrero.
Y quieto allá en el peral. En eso, el herrero llamó a los chicos de la escuela y les mandó:
–Venid todos, majos, venid. Mirad quién está subido al peral: el demonio.
Le destrozaron a peñazos y estuvo subido en el árbol hasta que quiso el herrero. Volvió como pudo al infierno y contaba a los demás demonios:
–Contento me he visto de marcharme corriendo; porque me han segui- do durante todo el camino los chicos de la escuela, a los que ha enviado el herrero, y me han puesto de peñazos perdido. Yo no voy más.
Ya enfadado, el jefe de los demonios dijo:
–Esto no puede ser: alguien tiene que traerlo.
Y había un demonio que era muy malo, muy malo. Se le ofreció volun- tario y dijo vanidoso:
–Yo voy; yo. ¿Cómo que no viene? Ya lo creo que voy yo. Y los demonios anteriores le advertían de los peligros:
–Cuando vayas, no te sientes en aquella silla que no te podrás levantar ni te subas al peral ni nada.
–Ah, yo no. Yo, nada –les tranquilizó.
Se presentó ante el herrero ese demonio tan malo y le ordenó con tono muy imperativo:
–Nada. Venga, herrero, vamos para allá, que ya es tu hora.
–Hombre, sí –dijo resignado el herrero.
–Hala, pues vamos –insistió el demonio.
–Vamos a coger algo para el camino en el zacuto, porque es trecho largo
–propuso con astucia el herrero.
–Bueno, coge lo que quieras –accedió el demonio.
Mientras preparaba el zacuto y sus cosas, el herrero, con astucia, intenta- ba engañar al demonio:
–Mira, siéntate en esta silla, mientras termino.
–Yo no. Que no me siento, no. Hala, vamos –le instaba el demonio.
–Voy a coger el zacuto, para poner un poco de pan y unas nueces. Súbe- te al peral y coge unas peras –volvió a tenderle una trampa el herrero.
–Yo no me subo. Hala, vamos para allá –desconfió el demonio.
No tuvo más remedio que ponerse en camino el herrero y, cuando lleva- ban ya una buena distancia, preguntó al demonio:
–¿Qué? ¿Y no vamos a comer nada?
Le ofreció el zacuto abierto y, cuando metió el demonio sus manos, ya no las pudo sacar. Y, como era en mitad del campo, el herrero llamó a todos los campesinos que había por allí y entre todos lo molieron a palos. Quedó allí me- dio muerto el demonio hasta que, cuando descansó, marchó como pudo hasta el infierno. Llegó y les contó lo sucedido. El jefe de los demonios ya se resignó:
–Pues no hay remedio.
Y ninguno de los demonios se atrevía a venir por el herrero. Al herrero ya le llegó el tiempo en que se murió y, como había vendido su alma al diablo, tuvo que descender al infierno.
–¡Que viene el herrero! –corrían aterrorizados todos los demonios a es- conderse.
Llegó y se hizo el dueño del infierno, porque le tenían mucho miedo, al verlo tan poderoso.
–Que hay que hacer leña –mandaba el jefe de los demonios.
–Venga, hala, tenedle entre todos a ese cepo –ordenaba el herrero a los demás mientras blandía un hacha.
Y, cuando lo sujetaban, vertía él allá el hacha y les cortaba a unos cuan- tos las manos. Así se hizo el amo del infierno, por el miedo que le tenían.