ARCHIVE du patrimoine immatériel de NAVARRE

EL CUENTO DE SAN MIGUEL DE ARALAR. 2


Era un arriero que comerciaba por los pueblos de los alrededores con vinos y otros productos. Y vivía en su casa con su mujer, su padre y su madre: los cuatro. Un día, había salido el arriero y regresó poco antes de amanecer a casa. Llegó y no estaba su mujer levantada. Fue al dormitorio y había dos en la cama. Al verlo, el arriero, enfurecido, los mató a los dos. Bajaba por las escaleras y vio que venía su mujer, que había ido a la fuente a por agua. Él pen- saba que había matado a su mujer y a su amante, pero había asesinado a su padre y a su madre. –¿Y tú? ¿Cómo estás viva? ¿Con quién estabas, si he ido a la cama y co- mo había dos, los he muerto? –preguntaba sin entender el arriero. –¡Pero si eran tu padre y tu madre! Como tenía la impresión de que hacía frío, por que tuvieran más calor, les he dicho que se metieran en nuestra cama y se han acostado allá. Y, ahora, ¿qué has hecho? Pues ya hemos hecho buena –le recriminó muy preocupada su mujer. Se fue a confesar y le dijo el confesor: –Eso no se puede hacer. Es tan grave que casi no tiene perdón. Sólo tiene perdón si se cumple una penitencia. Te voy a poner una cadena atada a los pies y no vas a poder ir a ningún pueblo; tendrás que vivir por la selva, hasta que la cadena se rompa. Y, bueno, así lo cumplió: siempre llevaba la cadena y vivía en el monte. Cerca de donde él estaba, había una culebra muy, muy grande, que todos los días bajaba a un pueblo y se comía a dos o tres. Y se reunieron muy pre- ocupados los del pueblo. –Pues esto no puede ser. Vamos a echar todos los días a suertes quién de- be salir y, al que le toque, que salga fuera del pueblo y que se lo coma la cu- lebra –decidieron. Y una temporada siguieron echando a suertes y enviando al que le toca- ba a que se lo comiera la culebra. Hasta que un día salió uno del pueblo, se encontró con este arriero que llevaba la cadena arrastrando y le preguntó: –¿Pero qué haces aquí tú? –Pues en el pueblo hay un problema con una culebra enorme y cada día echamos a suertes a quien le toca y hoy me ha tocado por desgracia a mí –le respondió resignado. –Vete a casa; ya me quedaré yo –le dijo el arriero. Por lo que se quedó allá esperando a la culebra en lugar del otro. Enseguida escuchó que venía, porque hacía mucho ruido al rozar con el vientre la vegetación. Y la culebra se arrastraba y, como era tan grande, tiraba árboles con la cola para hacerse sitio. Así, iba haciéndose sitio, hasta que llegó don- de estaba el arriero. Cuando se abalanzó sobre él con las fauces abiertas, el arriero le pusó la cadena, con lo que la culebra le agarró una trascada en la cadena y se la rompió. Y acabó con la culebra y dijo con humildad: –Bueno, ahora ya estoy perdonado. Fue de nuevo a donde el cura que le había confesado y le contó lo sucedido. Y desde entonces quedó perdonado. Regresó al pueblo y ya vivió con todos los demás