EL JUAN TONTO
Juan Tonto era aquél que venía a pedir limosna con la tonta de Nazar. Y, un día, le dijo su madre:
–Bueno, yo me voy a Estella y tú te quedas aquí a cargo de todo. Y Juan Tonto le respondió ufano:
–Sí, madre, ya me quedo encargado de todo.
–Si vengo un poco tarde, recoge los pollos y echa de comer a la cerda –le ordenó su madre.
Estaba tan tranquilo y, de repente, descargó un nublado. La gallina culeca con los pollos que tenía se le mojaron totalmente. Y pensó apurado:
–Si vuelve mi madre, me va a dar suela, por no recoger los pollos y dejármelos mojar.
Se decidió, por tanto, a echar una gavilla de sarmientos en el helar, que era donde colgaban la caldera para fregar. Colgó los pollos allá y se chuscarraron todos.
–¡Ah! Joder, mecagüen. Pues ahora la he hecho buena –dijo Juan Tonto. Sacó la cerda que tenía y, como andaba en celo, barriunda, se lo quería montar. No pudo entonces cerrarla. Corrió al granero, porque, si no, se le iba a subir. Se le coló en la bodega, donde tenía una cubica de vino; le pegó al pasar, sacó la canilla y se desparramó todo el vino por el suelo del granero.
–Dios, pues ahora sí que lo he estropeado todo. Cuando venga mi madre... –se lamentaba asustado Juan Tonto.
Y, para que no se notara y que se secara, echó media sacarina que tenía.
Pero cuando vino su madre y le preguntó:
–¿Dónde están los pollos?
–Pues mire usted; que se me han mojado con la lluvia, los he puesto a secar y se han quemado –se excusó Juan Tonto.
Al poco rato, su madre entró en el granero, vio el charco del suelo y le preguntó:
–¿Y el vino? Si está todo esto mojado. ¡Todo!
–Es que se ha colado la cocha, ha quitado al pasar la canilla a la cuba y se ha derramado todo el vino. Después he echado yo un saco para que no se en- fadara usted –confesó Juan Tonto.
–¡Madre mía! Ahora no tenemos más remedio que marcharnos de casa–le dijo su madre resignada.
Y le ordenó:
–Bueno, hala, tú coge la puerta al hombro y arreando por el mundo adelante.
Así que se echó Juan Tonto la puerta de la casa al hombro y abandona- ron la casa camino del monte. Allí se les hizo de noche. Y decidió su madre:
–Aquí tenemos que acampar. Vamos a subirnos tú y yo al árbol.
Treparon a la copa del árbol y, cuando estaban allá hablando, llegaron unos ladrones que habían robado recientemente. Hicieron una fogata debajo del mismo árbol y se pusieron a calentarse las manos en el fuego. Después comenzaron a preparar el rancho para cenar todos.
–Mecagüen. ¿Sabéis que nos hemos olvidado el aceite? –recordó uno de los ladrones.
Y, mientras tanto, la tonta y el tonto estaban en el árbol muertos de miedo.
–¡Que me estoy meando! –se quejaba susurrando Juan Tonto.
–¡Que no te mees! –le prohibió aterrorizada su madre.
–Voy a mear –se decidió Juan Tonto, cuando no pudo aguantar más.
Empezó a mear desde la copa del árbol y todo cayó directamente al sartén.
–¡Qué bueno es Dios que nos echa aceite! –gritaron ilusionados los ladrones.
Pero, al poco rato, volvió a moverse y quejarse Juan Tonto:
–Ay, si me estoy cagando. ¡Que me estoy cagando!
–Pero que no te cagues –le decía su madre.
Estuvo reteniéndose un poco más hasta que no pudo resistir y se decidió:
–Pues ya no puedo más. Me cago.
Empezó a cagar y todas las heces, “plom, plom, plom”, caían en la sartén del rancho de los bandidos.
–¡Qué bueno es Dios que nos echa manteca! –gritaron alborozados los la- drones.
Guardaron madre e hijo silencio un rato más, pero Juan Tonto ya estaba cansado de aguantar al hombro la puerta.
–Madre, que no puedo sostener la puerta y la voy a tirar –murmuró al oído Juan Tonto a su madre.
–Pero no la tires. ¿No ves que vas a armar aquí un cisco de Dios? –le recriminó la madre.
Sin embargo, no pudo soportarla durante más tiempo y la arrojó al suelo. La tiró y los ladrones corrieron espantados haciendo aspavientos y gritando:
–¡Que se cae el cielo! ¡Que se cae el cielo!
Cuando desaparecieron, descendieron del árbol y les quitaron todo el di- nero que habían estado repartiendo ante el pie del árbol. Después volvieron a casa, pero ya ricos.
Esos son cuentos que contaba el padre.