La Oliva
Zona no vascófona.
Monasterio
situado en término de Carcastillo, lindante con las Bardenas Reales de las que
es congozante.
Según la propia tradición cronística de este cenobio, su origen se remonta a 1134, en que el rey navarro García Ramírez hizo donación del término de Encisa, ubicado junto a la frontera con el reino de Aragón, al abad de Scala Dei, con objeto de instalar en el lugar una comunidad cisterciense. Este hecho encuentra una seria objeción al no hallarse testimonios ciertos de la existencia de la abadía francesa de Scala Dei con anterioridad al 1137, lo que indudablemente ha inducido a pensar en la interpolación o inexactitud de la data crónica del documento de García Ramírez, hasta el extremo de haberlo considerado incluso como falso, máxime si este instrumento no es original, sino copia del siglo XVI conservada en el Libro Becerro de La Oliva.
Los años de rivalidad navarroaragonesa, iniciados a raíz de la separación de ambos reinos, concluyeron en 1149 con la firma de un tratado de paz entre Ramón Berenguer IV y García Ramírez, lo que ponía fin a las disputas fronterizas entre ambos monarcas. Tras el cese de hostilidades, el monasterio de La Oliva aparece documentado con seguridad y encuentra su definitivo emplazamiento a orillas del río Aragón, en las proximidades de Carcastillo, convirtiéndose la Encisa en una granja explotada por la abadía. Los siglos XII y XIII serán los de máximo esplendor para el cenobio, debido a la protección dispensada por los papas, monarcas y fieles particulares de la región. Sus posesiones iniciales fueron ampliadas gracias a generosas donaciones reales durante los años 1150 al 1164; así se incorporaron a su dominio los lugares y las villas de Castelmunio, Figarol y Carcastillo, ésta última cedida por Sancho el Sabio en enero de 1162 en memoria de su padre. Fue precisamente la iglesia de Carcastilo la que en 1166, tras haber pertenecido a los canónigos oscenses de Montearagón, pasó a manos de La Oliva a cambio del pago anual de cuatro maravedís de oro, con lo que el señorío del abad sobre la villa se hizo completo. Pronto las otorgadas por los reyes, tanto navarros como aragoneses, sumados a los saneados ingresos provenientes del trabajo de la comunidad -monjes y conversos-, de las prestaciones de sus collazos y la percepción de rentas eclesiásticas señoriales, sirvieron para el engrandecimiento de la abadía, concluyéndose las obras de su iglesia -de neto estilo cisterciense- tras más de treinta años de trabajo en 1198, durante el abadiado de Aznar de Falces (1193-1212), en época de Sancho el Fuerte de Navarra.
Durante la primera mitad del siglo XIII, la expansión del dominio cobró interés singular, tanto por tierras de la zona oriental de Navarra, como por la comarca de Cinco Villas en Aragón. A las donaciones de las granjas de Podio de la Casta, la Oliveta de Ujué y la de Gallipienzo, se sumaron abundantes adquisiciones realizadas por propia iniciativa de los monjes con objeto de redondear sus posesiones en torno a Figarol, Ejea, Sádaba, Luna, el Frago. etc.
En el 1224 y a petición de Jaime I de Aragón y del señor de Latrás, el abad Martín de Sarasa fundó el monasterio de La Gloria con monjes procedentes de La Oliva, que se instalaron en el camino de Jaca a Canfranc, extendiendo su patrimonio inicial a lugares de la comarca, tales como: Arabume, Ayes, Unieto, Arcayo, Carbacero, Lasiella, Casanueva y Edesera. Los privilegios se multiplicaron mediado el silo XIII, así en 1249 el papa Inocencio IV redactó diversas bulas en las que concedía un tratamiento privilegiado al monasterio de La Oliva; por otra parte, los reyes continuaron en actitud favorecedora. Teobaldo II concedió al abad Pedro de Conches (1247-1256) el derecho perpetuo de poder apacentar 300 puercos por todos los montes de Navarra; privilegio similar al que luego otorgara en 1307 don Jaime II de Aragón a este monasterio, permitiendo que 2.000 cabezas de ganado menor y otras 100 del mayor pudieran pastar en su reino libremente, lo que nos da cierta idea de la actividad ganadera desarrollada por estos monjes. Superada la quinta década del siglo XIII y hasta la crisis de mediados del siglo XIV, la política económica de los abades fue tendente a la concentración de su dominio en torno a la sede abacial. Son ilustrativos los casos en los que tras desprenderse de posesiones relativamente distantes (Sangüesa, Sos, Andión, etc.), pasaron a adquirir, en ocasiones permutar, otras propiedades ubicadas dentro de la cuenca del río Aragón en lugares próximos, llegando incluso a poseer el señorío de las villas de Mélida y Murillo el Cuende. La condición señorial recaía en el abad del monasterio, el cual podía ejercer jurisdicción baja y media dentro de los lugares de su señorío, dictaba normas dirigidas a regularizar las actividades laborales y de normal convivencia, cobraba parte de las caloñas además de otras cargas de carácter señorial, y dispuso de sus propios oficiales -baile, jurados, etc.- que actuaban como agentes ejecutivos del abad, lo que en alguna ocasión -tal como sucedió en 1319 en Carcastillo- originó enfrentamientos violentos con los vecinos de cada lugar.
La crisis demográfica iniciada a partir de la peste de 1348, sumada además a los saqueos producidos por las «Grandes Compañías» en el conflicto trastamarista de los años siguientes, dejaron nefasta huella en muchos lugares del domino olivense. La recensión demográfica ocasionaba el abandono de muchos campos de labor y lugares como Carcastillo, Murillo el Fruto, Mélida, Cizur Mayor, etc. vieron considerablemente mermada su población, con lo que las pechas anuales aportadas por los campesinos al monasterio se redujeron en porcentajes de hasta el 50% durante la segunda mitad del siglo XIV. Durante la siguiente centuria los campos abandonados fueron progresivamente recuperados, no sin mediar antes infinidad de pleitos con los propietarios vecinos, y posteriormente arrendados a campesinos libres a cambio de una renta mixta, o tan solo de dinero; con esto, al final de la Edad Media, parte del original espíritu de la reforma cisterciense, en la que el propio trabajo del monje debía ser el que produjera el alimento para su subsistencia, quedaba desplazado por la cómoda actitud de mantenerse siendo como perceptores de rentas, lo que sin duda originó el progresivo relajamiento religioso.
Desde el siglo XII hasta la muerte de Alfonso de Navarra en 1526, fueron veintinueve los abades perpetuos elegidos por la propia comunidad, algunos de los cuales desempeñaron cierto papel importante en la política navarra como consejeros del monarca, como fue el caso de don Lope de Gallur con Carlos II, o Pedro de Eraso con Catalina de Foix. Es sabido además que todos estos abades dispusieron de asiento en las Cortes del reino, entre los representantes del brazo eclesiástico. La encomienda practicada por los reyes de España a partir del 1526, puso el cargo de abad en manos de personas no siempre guiadas por el celo religioso, por lo que el monasterio se vio sumido aún más en la decadencia general, hasta que el espíritu reformador se hizo sentir a partir del1585.
La incorporación de Navarra a Castilla (1512) empeoró la situación del monasterio, sobre todo desde el momento (1522-1523) en que el papa Adriano VI concedió a Carlos I (IV de Navarra) el derecho de presentación en todos los beneficios episcopales y otras dignidades eclesiásticas. Entre ellas no cabían las abadías, porque el abad era elegido por los monjes y no necesitaba la confirmación pontificia. Así, tras Alonso de Navarra, (1503-1526), fueron designados abades personas como Martín de Rada (1526). Juan Pérez Pobladura 1554) y Miguel Goñi (1564). Felipe II (IV) designó como abades, a partir de 1585, a religiosos de la congregación cisterciense de Castilla, que fueron quienes procedieron a efectuar la reforma; sobre todo Esteban Guerra (1585-1588), Francisco Suárez (1591-1595), Gaspar Gutiérrez (1596-1605), Bernardino de Agorreta (1605-1611) y Luis Aux de Armendáriz (desde 1613).
Felipe II (IV) tenía además el propósito de desvincular totalmente a los cistercienses navarros de los superiores franceses de quienes dependían, incorporándolos a la congregación de Castilla, que existía desde 1425. Pero los navarros prefirieron permanecer aislados o integrarse en la congregación aragonesa. En ese sentido la formación de una congregación de cistercienses del reino de Navarra y de toda la corona de Aragón- se manifiestan las mismas autoridades superiores de la orden en 1613. Pero lo que se constituyó en 1616, por decisión del papa Pablo V, fue una congregación sólo aragonesa, a la que únicamente en 1634 se sumaron los cinco monasterios cistercienses. Lo aprobó en el mismo año Urbano VIII. El rey procuró además que en adelante fuera completamente nula cualquier forma de vinculación con el abad general del Císter; aunque en 1672 el capítulo general de la orden aprobó el también capítulo general de la congregación navarroaragonesa, que tuvo lugar en La Oliva, expresando así su supremacía.
De esta nueva etapa destacan los abades Ángel del Águila (1636- 1640) y Nicolás Bravo (1645-1647). En 1649, el Consejo Real de Navarra atendió la petición de los monjes navarros para que los abades fuesen de sus propias comunidades. Así fueran designados Mauro Escároz (1652-1656), Ángel de Monreal y Sarría (1656-1659), José Cárcar (1660-1664), Jerónimo Virto (que fue nombrado presidente de la Diputación permanente del reino por las Cortes navarras en 1676), Andrés Baquedano (1704-1708) entre otros. El abad Francisco Morales fue elegido vicario general de la congregación aragonesa en 1760.
La nueva organización introducida entre 1585 y 1634 consiguió depurar la vida monástica. Más cercanos que los superiores franceses, los vicarios generales de la congregación navarroaragonesa podían mejor cumplir con su deber de visitar todos los monasterios en los dos primeros años de su mandato, que era cuatrienal. Las constituciones ponían cierto énfasis en los aspectos culturales aunque los supeditaban palmariamente a los ascéticos; en la congregación sólo poda haber un total de doce doctores y nadie podía salir a estudiar a otro sitio que a la universidad de Huesca. Algunos abades mostraron una elevación en sus saberes y no faltaron personajes como el cronista Bernardo de Ubani y Peralta.
Con el siglo XVIII, las guerras volvieron a amenazar La Oliva. En la Sucesión (1704-1713) se libró del saqueo de los austracistas pese a la fidelidad que manifestó a Felipe de Borbón; en la de la Convención (1793-1795) se convirtió en hospital (1794-1795), por el que pasaron 1.200 enfermos o heridos; en la de Independencia (1808-1814) fue finalmente saqueado (septiembre de 1808) por orden expresa del general francés Dagut, que respondió con ello al abandono de Pamplona por la Diputación, que a la sazón volvía a presidir el abad de La OLiva, entonces Pascual Bello (Guerra de la Independencia ). Luego, en 1809, se disolvería la comunidad en aplicación de las disposiciones exclaustradoras que dictaron los invasores para toda España. La Oliva desapareció como monasterio hasta 1814, en que Fernando VII (III de Navarra) derogó las medidas bonapartistas. El nuevo abad, Mateo Zuazo, habría de dirigir una primera venta de parte de los bienes del cenobio para hacer frente a los gastos de reparación del monasterio.La exclaustración volvió a producirse en 1821, esta vez en aplicación de la legislación de las Cortes españolas del trienio constitucional, y fueron subastadas sus propiedades. En 1823, con la restauración del absolutismo, se restableció también la vida monástica en toda España, incluida La Oliva, y así permaneció hasta 1835 en que tuvo lugar la exclaustración y desamortización definitivas. Gregorio de Arizmendi (1826-1830) y Andrés de Lizarraga (1830-1835) fueron sus últimos abades.
En 1927, por iniciativa del presidente de la Comisión de Monumentos de Navarra, Onofre Larumbe, se trasladó a La Oliva la comunidad cisterciense de Val de San José, de Getafe (Madrid).Todos los abades de La Oliva, por serlo, tenían asiento y voto en las Cortes de Navarra, pero algunos de ellos fueron designados por las propias Cortes.
Enlaces a archivos de interés:
Archivo General y Real de Navarra
Archivo Diocesano del Arzobispado de Pamplona y Tudela
Portal de Archivos Españoles (PARES)
Enlaces a hemerotecas de interés:
Hemeroteca del Diario de Navarra
Hemeroteca del Diario de Noticias
Hemeroteca de la Biblioteca Nacional
MONASTERIO DE LA OLIVA. El monasterio constituye uno de los mejores conjuntos arquitectónicos de la Edad Media navarra, a pesar de que varias de las dependencias del monumento se encuentren arruinadas y algunas de ellas reducidas a ciertos vestigios o a parte de sus muros. No obstante, las más importantes construcciones, como la gran iglesia abacial o el vecino claustro con la sala capitular, se conservan íntegras y en perfecto estado después de las restauraciones llevadas a cabo por la Institución Príncipe de Viana en fechas recientes.
Se considera entre los más completos del Císter en España. Tras el cercado exterior se forma un vasto conjunto integrado por edificaciones de diferente función, muchas de ellas de época medieval y otras fruto de ampliaciones reformas posteriores que alcanzan hasta el Barroco. Estas dependencias se agrupan en torno a claustros, patios y amplios espacios abiertos, configurándose así un complejo que se asemeja a una pequeña ciudad. La parte central del monasterio está ocupada por una monumental iglesia, de dimensiones realmente grandiosas, que responde a los postulados de la típica arquitectura cisterciense de la segunda mitad del siglo XII y comienzos del XIII. Fue comenzada en 1164 bajo la protección de Sancho el Sabio, aunque su cronología exacta ha sido muy discutida.
El templo fue consagrado en 1198 año que también puede corresponder a la terminación de la cabecera. Su construcción se prolongó durante las primeras décadas del siglo XIII, de manera parecida a lo que ocurrió en otros edificios semejantes de la zona, como la propia catedral de Tudela o el monasterio también cisterciense de Fitero. Fruto de estas obras es una iglesia unitaria en sus estructuras y detalles. A pesar de ello, se aprecian cambios entre el ábside mayor, fundamentalmente, y el resto del edificio, contrastando la concepción más protogótica de aquél con la de las naves, donde se progresa hacia el gótico, específicamente en la correspondencia de pilares y bóvedas de crucería. Las modificaciones se explican por un cambio de planes y poco después de iniciarse el edificio para orientarse hacia soluciones más avanzadas, pues va en el mismo crucero, incluso en los ábsides laterales, los pilares se construyeron para recibir tal tipo de cubierta. Algo semejante se observa en los nervios y sus secciones, más sencillos en la cuenca del ábside central que en las demás bóvedas.
La iglesia de La Oliva es considerada como una de las construcciones más perfectas de la llamada escuela hispano-languedociana y como otros templos de este grupo, Fontfroide o Fiaran entre los franceses y Valbuena de los españoles, presenta una planta que forma una gran T compuesta por tres largas naves que suman seis tramos, siendo la catedral el doble de ancha que las laterales, y un crucero muy sobresaliente de cinco tramos, y tan espacioso como la nave central. A él asoman cinco capillas, destacando el gran ábside principal, profundo y de terminación semicircular; las parejas de capillas que se disponen paralelamente a cada uno de sus lados son cuadradas y equivalen a la mitad de su anchura y longitud. Estas proporciones de doble y mitad que informan al conjunto de la planta hacen que la ordenación del edificio sea completa. Tanto la nave mayor como el crucero ofrecen dos cuerpos en alzados, el inferior con robustos arcos apuntados y el alto abierto en ventanas abocinadas en medio punto, de un solo vano en el lado del Evangelio y dobles, triples o cuádruples en el de la Epístola.
Marcan sus tramos potentes pilares cruciformes, típicamente languedocianos. con parejas de medias columnas en tres de sus frentes, salvo en los tramos laterales del crucero que son únicas, lo mismo que en la iglesia de Flaran o Valbuena, mientras que la parte correspondiente a las naves laterales prescinde de estas columnas y en su lugar aparecen potentes pilastras, como también se ven en Fontfroide; los codillos acogen unas columnas casi enteras, pero de menor grosor. Este entramado de soportes está en función de los apuntados fajones que separan los tramos de bóveda y de las crucerías. La mayoría de sus nervios son de sección pentagonal y perfil muy agudo, casi gótico, excepto en el tramo central del crucero y el inmediato de la nave que llevan nervios más cuadrados con triple o doble baquetón respectivamente. Por lo que respecta a la cabecera, el ábside principal tiene un primer tramo con medio cañón apuntado, prácticamente tan alto como las bóvedas del crucero, apeando sus fajones en parejas de medias columnas, y a continuación el semicírculo presenta cinco ventanas abocinadas, ceñidas por esbeltas columnas, que sustentan los nervios prismáticos del cascarón de remate. A menor altura, las capillas laterales reciben una bóveda de crucería, recogidas en los ángulos por columnas, que resultan sumamente delgadas en comparación con las existentes bajo sus arcos de embocadura. Tales estructuras definen una grandiosa arquitectura conformada por pesadas masas de sillería de líneas puras y severa presencia. El resultado es un espacio sobrecogedor, efecto que acentúa una tenue iluminación, que sólo resulta más abundante en el ábside, según conviene al simbolismo del templo.
Sólo se admite algún ornato en los capiteles donde el repertorio se reduce a unas sencillas pencas, muy esquematizadas y sin apenas volumen, que incluyen bolas o piñas, todo ello típico de los cistercienses. No obstante, unos acantos capiteles muestran una hojarasca más rica e incluso en los de los pies aparecen representaciones figuradas y monstruosas de abolengo románico. Al exterior, el templo abacial ofrece el aspecto de una robusta fortaleza formada por muros de sillería, aún más austeros que las estructuras interiores, articulándose tan sólo con potentes contrafuertes y una sencilla cornisa sostenida por modillones lisos.
Mención especial merece la fachada del templo, cuyo cuerpo central se resuelve como un grandioso nicho de arco apuntado, que alberga una portada gótica de hacia 1300, de típica estructura abocinada y con leve apuntamiento, compuesta de doce arquivoltas baquetonadas, que apoyan en otras tantas columnillas, alternativamente exentas y adosadas. Los remates de las jambas lucen las figuras de dos abades, uno con la cruz de Calatrava, de rudo tratamiento. El amplio dintel acoge únicamente un Crismón con el Agnus Dei acompañado de las representaciones, más bien torpes, del Pantocrátor y la Virgen con el Niño. Sobre la portada corre una imposta de la misma época, cuyos canes ofrecen unas representaciones de personajes humanos y seres monstruosos, aunque el estilo popular y arcaizantes que todavía recuerdan las obras románicas. Estos mismos rasgos caracterizan las no menos ingeniosas escenas de las metopas, en las que aparecen un Crucificado imberbe, la Anunciación y temas tan curiosos como la Rueda de la Fortuna, el Hombre de la Primavera, o luchas de hombres y animales.
Los cuerpos laterales de la fachada incluyen sendos rosetones de tracería gótica, que se abrieron en las partes bajas de los mismos al tiempo que se labró la portada. La fachada se reformó durante el mandato del abad Ángel del Águila, entre 1639 y 1640. En estos años se construyó el actual coronamiento por el maestro Juan de Irún. Típico proyecto manierista tardío, presenta un frontón triangular roto, albergando una esbelta torre prismática con balcón y balaustrada de remate. Encima de los cuerpos laterales se dispusieron aletones cóncavos y unas pequeñas torrecillas, todo ello decorado con casetones. Por las mismas fechas debió erigirse la sacristía, emplazada por debajo del crucero en el lado de la Epístola. Es una amplia dependencia cuadrada con bóveda de arista, enriqueciéndose sus muros a base de pilastras y una cornisa con triglifos y rosetas.
Adosadas al lado norte de la iglesia se encuentran las dependencias medievales del monasterio. Se distribuyen en torno a un claustro, cuyo origen es tan antiguo como el del vecino templo, aunque de su fábrica de finales del siglo XII sólo se conservan los muros perimetrales, labrado en sólida sillería. Las crujías actuales con sus arcadas y bóvedas obedecen a una reconstrucción gótica de los siglos XIV y XV, emprendida en tiempos del abad don Lope de Gallur (1332-1362) y finalizada siendo abad Pedro de Eraso (1468- 1502). Así se configuró un claustro de disposición cuadrada, aunque Irregular, formando sus lados seis arquerías, entre las que median robustos contrafuertes. Cada uno de estos arcos ojivales incluye una compleja tracería, típica de las etapas finales del gótico, que presenta tres delgados maineles sobre los que se eleva una pareja de amplios arcos apuntados, divididos a su vez en dobles trilóbulos con cuadrifolios encima de ellos, rematando el conjunto de grandes círculos polilobulados o triángulos curvos de tres cuadrilóbulos.
El esquema se impuso en una primera etapa de obras, que abarcó la panda oriental y el trama inmediato de la sur, manteniéndose con algunas variantes en el resto de esta crujía, cuyos trabajos se realizaron a continuación. Las arcadas del lado occidental, de ejecución más tardía, se enriquecen con aparatosos coronamientos de soles rodados. En el flanco norte, el último en construirse, se progresa hacia el gótico flamígero, apareciendo por tanto unos complejos arcos conopiales trilobulados y lanceolos para los remates. Semejantes cambios se aprecian en los capiteles de los apoyos, ofreciendo los correspondientes a las arcadas más antiguas unas hermosas composiciones de uvas y pámpanos de estilo naturalista y tratamiento menudo y rizado. De aquí se pasa a las labores más torpes, a base de follajes esquemáticos o arquerías, existentes en la crujía meridional, donde también aparecen unas grandes hojas de parra circulares de geométrica configuración, repetidas sin apenas modificaciones por las restantes pandas. Los distintos tramos de la galería tiene por cubiertas bóvedas de crucería, salvo el principal del lado norte que recibe una bóveda de terceletes, cuyas claves incorporan el escudo del abad Eraso, lo mismo que otras cubiertas vecinas. Sus nervios se recogen en ménsulas de variada decoración con santos, ángeles, composiciones de carácter simbólico y motivos vegetales, que también contribuyen a la riqueza y ornato del claustro. De las dependencias que rodean este recinto, sobresale la Sala Capitular, construcción que formó parte del primitivo claustro del siglo XII y junto a la iglesia, con la que comparte rasgos arquitectónicos y estilísticos, constituye una de las muestras más importantes de las obras protogóticas del monasterio.
Típica de la arquitectura cisterciense y muy similar a la de la abadía francesa de Lescale-Dieu, es una estancia ligeramente rectangular, dividida en tres naves por cuatro columnas con capiteles de amplias pencas lisas y achatados cimacios. A estos apoyos exentos se suman otros ocho adosados de semejantes características, descansando en ellos los nueve tramos de bóveda de crucería que cubren la sala. Seis de ellos son cuadrados, mientras que los otros tres, los que descargan sobre el muro de ingreso, se reducen a la mitad. Las bóvedas están separadas por arcos de triple bocelón, semejantes a los nervios de la bóveda central del crucero, aunque en lugar de la ojiva imperante en toda la iglesia se utiliza el medio punto, por lo que estas cubiertas resultan más arcaizantes. Esta dependencia se abre al claustro a través de cinco arquillos moldurados de medio punto, sirviendo el central de ingreso. Los laterales aparecen doblados tanto al interior como al exterior y por esta razón se apoyan en cinco columnas, idénticas a las que se emplean como soporte de las bóvedas, pero de menor altura, agrupándose según una disposición cruciforme. Entre la Sala Capitular y el brazo norte de la iglesia se encuentra la antigua sacristía, estancia rectangular con medio cañón, precedida de una pequeña cámara cubierta por una bóveda de crucería. En el lado opuesto se suceden otras dependencias, todas contemporáneas de la Sala Capitular. Lindando con el muro norte del claustro discurre el refectorio, entre la biblioteca y la cocina. Es un grandioso recinto rectangular, casi tan largo como una crujía del claustro, pero desafortunadamente de su fábrica sólo subsiste parte de los muros con vanos de medio punto y un rosetón o algunos arranques de los fajones que jalonarían sus tramos. Mejor fortuna ha tenido la cocina, sala también rectangular, aunque mucho más reducida. Sus bóvedas son crucerías apuntadas y descansan en los muros a través de ménsulas jónicas invertidas. Detrás y a lo largo del flanco occidental del claustro se encuentra la bóveda con arcos apuntados que forman sus distintos tramos. Sobre ella monta una grandiosa escalera de finales del siglo XVI. que arranca de un vestíbulo próximo a la iglesia. en el que existe un arco con escudo fechado en 1591. En las inmediaciones de estas dependencias se localizan los escasos restos de lo que fueron la Hospedería y la Cillerería. Las construcciones medievales se completan con la capilla de San Jesucristo, situada a oriente del conjunto monástico, en lo que hoy es huerta del cenobio, donde aparece aislada como una pequeña iglesia. Se utilizó como lugar de culto mientras se levantaba el gran templo abacial para cuyo ábside principal sirvió de modelo, si bien carece de arcos y bóvedas apuntados, al igual que la Sala Capitular, con la que también comparte semejantes columnas y capiteles. No obstante, acusa la misma robustez arquitectónica que el citado ábside. En ambas construcciones se aprecian las mismas marcas de cantero, por lo que debieron construirse al mismo tiempo con poca diferencia de años.
Delante de la iglesia queda una especie de plaza que funciona como atrio del monasterio, comunicando con el exterior del recinto a través de la portería, donde también se conserva un portalón apuntado que formaba parte de la antigua muralla del siglo XII, de la que también subsisten otros restos. Uniendo este ingreso con el templo se encuentra el Palacio Abacial, edificio que data de 1565, aunque su aspecto actual debe mucho a la reforma emprendida por el abad Antonio de Resa en 1780. Es una construcción en ángulo con dos cuerpos de arquerías ciegas y pilastras, labrados en piedra y ladrillo. En su interior existe una monumental escalera barroca con cuatro tiros de escalones, cubierta por una original composición de cuatro bóvedas de aristas, de cuyo centro pende un pinjante, según un recurso frecuente en la arquitectura de la Ribera navarra en, el siglo XVIII. Sus yeserías vegetales son típicas de la primera mitad de esa centuria.